Es un libro novedoso y de gran interés, tanto para historiadores como para lingüistas. El autor insiste en varios pasajes en que se trata de un estudio de carácter histórico, puesto que él es historiador; sin embargo, de forma continua se hacen análisis sociolingüísticos y estrictamente lingüísticos. A nosotros, por nuestra dedicación a la lingüística y a la filología, son esos análisis los que más nos han interesado.
A lo largo de todo el siglo XX, muy especialmente en los últimos años, y también en los dos primeros decenios del siglo XXI, se han publicado numerosos estudios sobre el aragonés medieval y sobre todo ediciones de textos medievales, así como algunos vocabularios. Sin embargo, es la primera vez que se publica un estudio extenso sobre el aragonés medieval en el que se abordan de forma conjunta todos los problemas relacionados con él: la propia denominación, es decir, el glotónimo; la conciencia lingüística que supone el uso del glotónimo por parte de los usuarios del sistema lingüístico; la caracterización lingüística; la relación entre lengua y poder; las diferencias de uso según la clase social, con especial incidencia en el uso del aragonés por parte de la Cancillería de la Corona de Aragón; las relaciones con los romances vecinos, tanto el castellano como el catalán; en fin, el proceso de castellanización.
En la Introducción (9-31) el autor expone brevemente el estado de la cuestión sobre el aragonés medieval, así como su propuesta de estudio. Como indica, “no pretende ser una “historia externa del aragonés”, ni tampoco de “sociolingüística histórica”, sino un estudio de historia social y política del Aragón medieval que toma la lengua como argumento central” (26). Termina la introducción con un párrafo en aragonés, pero llama la atención que no lo escribe en aragonés literario común, sino en la variedad dialectal alto-ribagorzana (siendo que el autor es de Zaragoza), y que no utiliza las Normas gráficas del aragonés (las que han supuesto la recuperación y codificación del aragonés moderno desde hace unos 50 años), sino la grafía propuesta unilateralmente hace menos de diez años por una asociación cultural zaragozana.
El capítulo primero (33-34) plantea “la definición de una nueva lengua”, es decir el paso de un romance sin nombre y escasamente estructurado al romance ya más definido con una scriptacomún que adopta la denominación de lengua aragonesa, cuestión que para el autor no es una casualidad, sino que se debe fundamentalmente al interés de la monarquía aragonesa. Parece claro que el primer testimonio del aragonés son las Glosas Emilianenses, redactadas en la segunda mitad del siglo XI: sin embargo, el autor prefiere quedarse en un terreno ambiguo diciendo que es una época demasiado temprana para poner etiquetas como “aragonés” o “castellano”. Un hito fundamental en ese proceso fue la redacción de los Fueros de Aragón en 1247, encargada por Jaime I de Aragón al obispo de Huesca Vidal de Canellas. Para el autor, este sería el primer producto lingüístico uniformizador, que bajo el concepto de lengua aragonesa da unidad y coherencia al conjunto de dialectos de Aragón.
Conviene dejar claro que el autor se refiere en todo momento a la lengua escrita, es decir la scripta, que es la que podemos conocer de forma directa por los documentos, y no a la lengua oral, que solo se refleja de una manera muy parcial y esporádica en la documentación escrita. Lo que el autor denomina “aragonés común”, refiriéndose al aragonés de la Edad Media, es una variedad exclusivamente escrita. La lengua oral mostraría, sin duda, una gran variación diatópica, pero también características más genuinas--algunas de las cuales todavía se pueden encontrar en los dialectos modernos del Alto Aragón. Sin embargo, al autor no le interesa esa realidad más viva y más genuina. Incluso critica que algunos investigadores intenten encontrar vestigios de la lengua popular hablada en los documentos. De manera que se centra en la lengua escrita común, sin duda con un mayor grado de artificiosidad y convencionalismo, y quizá también de elementos foráneos (aunque esto no lo reconoce claramente el autor). Esta lengua escrita es también más homogénea y apenas tiene pequeñas diferencias entre la usada en el Alto Aragón y en el Valle del Ebro. Sin embargo, el autor no explica satisfactoriamente esas diferencias. Tradicionalmente se han explicado debido a castellanización (ya Manuel Alvar en 1953 y otros después), cosa que el autor rechaza y prefiere hablar de “nivelación de las peculiaridades locales a favor de soluciones más generales” (36). Ahora bien, si con la repoblación cristiana se extiende hacia el Valle del Ebro el aragonés de los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, así como de los somontanos prepirenaicos, zonas todas ellas donde el morfema de pretérito imperfecto de indicativo es -aba, -eba, -iba (puyaba, meteba, partiba), no solo en la Edad Media sino hasta hoy en día, no puede entenderse que de la convergencia del aragonés de las distintas zonas altoaragonesas surgiera -aba, -ía, -ía (puyaba, metía, partía), tal como se manifiesta mayoritariamente (las excepciones son muy escasas) en el denominado por el autor “aragonés común”. Pero al autor no le parece un castellanismo, sino una convención gráfica. Lo mismo ocurre con el artículo masculino singular, que es lo u o (ro tras vocal) en la mayor parte del Alto Aragón, y sin embargo en el “aragonés común” medieval se usa habitualmente el. No resulta convincente achacar estos y otros casos semejantes a “nivelación” o “convergencia”, a no ser que se esté pensando en la influencia de otros romances en el aragonés, principalmente el romance castellano.
El autor deja al margen la scripta aragonesa de las Serranías Ibéricas (comunidades de Calatayud, Daroca, Albarracín, Teruel), puesto que tiene diferencias muy notables, con algunos rasgos semejantes al castellano. Por desgracia, la producción más extensa y más importante en aragonés medieval que podemos atribuir a un autor (o al menos a su iniciativa, a su taller y a su entorno), la de Johan Ferrández de Heredia, está escrita mayoritariamente en este tipo de aragonés. Nosotros ya hicimos notar hace años (2007), al estudiar el Fuero de Albarracín y el Fuero de Teruel, que en este tipo de aragonés suroccidental, que denominamos “aragonés de las Serranías Ibéricas”, están ausentes algunos rasgos lingüísticos que caracterizan al aragonés. Por ejemplo, el grupo latino -ULT-, que en aragonés da -uit-, lo encontramos como -ch- (mucho, y no muyto); igual ocurre con el grupo -CT (dicho, y no dito; noche, y no nueyt).
Más recientemente, en un estudio de carácter general sobre el aragonés medieval concretamos que dentro del dominio lingüístico románico navarroaragonés se pueden establecer tres áreas geográficas, con variedades distintas: a) aragonés propiamente dicho; b) aragonés de las Serranías Ibéricas; c) navarro. [1] Es un estudio que G. Tomás no pudo consultar, pero suponemos que en lo sustancial estaría de acuerdo con esta clasificación. Quizá con una matización, que deducimos de lo que expresa varias veces en su libro: que el navarro, a pesar de las grandes similitudes con el aragonés (recordemos que suele hablarse de “navarroaragonés”) se consideraba en la Edad Media un idioma aparte, pues empezó a utilizarse en la escritura bastante antes que el aragonés y la cancillería de Navarra hizo todo lo posible por distinguirlo específicamente (sobre todo por las grafías, pero también por algunos rasgos fonéticos, morfosintácticos y léxicos).
El capítulo 2 (73-132) lo dedica precisamente a estudiar “la norma culta de la lengua vulgar”, es decir, la construcción de un modelo culto de lengua escrita, la scripta medieval aragonesa, que el autor denomina aragonés común. Resume--apoyándose en varios estudios--las principales características de esta lengua común que manifiesta “predilección por ciertas formas coincidentes con el castellano y el navarro, en casos donde el habla solía decantarse por soluciones más próximas al occitano” (79). Habla también el autor de “la preponderancia del influjo ibérico sobre el franco” (80) y de la “huella del castellano” (80), lo cual explica sus anteriores afirmaciones sobre la “nivelación”: es decir, no se trata de nivelación interna de variantes propias, sino de incorporación de elementos foráneos. Por otro lado, el autor sugiere que la scripta aragonesa común coincidía fundamentalmente con el habla del valle del Ebro (81). Aunque lo sospechemos, resulta una deducción en exceso arriesgada, ya que, como sabemos, la lengua de los documentos es una lengua convencional que no refleja con exactitud el habla; por otro lado, siempre habría que tener en cuenta esos elementos extraños al aragonés, que no terminan de entenderse. Por cierto, el autor nos cita, a propósito de esta cuestión, manifestando que no comprende que aludamos a “los ‘elementos lingüisticament castellanos, que contrastan con as formas propiament aragonesas’ para describir aquello que no se ajusta a su concepción de lengua aragonesa” (94). Pues bien, la cita, que procede de un estudio redactado en aragonés moderno, está deformada, puesto que en el original publicado se lee “lingüisticamén” y “propiamén”: el autor ha escrito estos adverbios como en aragonés medieval. Es decir, no se ha respetado la literalidad de la cita, lo cual no resulta aceptable en el mundo académico.
El capítulo 3, “Lengua y política en Aragón”, se centra en la “creación y difusión de una ideología lingüística que naturalizaba el aragonés como idioma autónomo y favorecía tendencias convergentes entre los usuarios (sobre todo, en registros formales).” Lo que el autor trata de probar aquí es que ese proceso fue “inherente al desarrollo de Aragón como Estado” (133). Es decir, tanto la creación del glotónimo (lengua aragonesa), que se trata en el capítulo 1, como las tendencias unificadoras, que se estudian en el capítulo 2, y la extensión del aragonés a los usos públicos, con la eficaz ayuda de la Cancillería y de los notarios o escribanos, que se explica en este capítulo 3, son para el autor consecuencia de factores o fuerzas de naturaleza política. Aquí analiza el uso del aragonés y del catalán por parte de la administración de la Casa Real de Aragón (a partir de 1260; antes en latín), los usos idiomáticos de la Cancillería Real, es decir la lengua usada personalmente por el rey para dirigirse a sus súbditos, al principio el latín, luego, a partir de Pedro IV (1336-1387), el aragonés (un aragonés común semejante al de los notarios y las instituciones del reino) para dirigirse a los aragoneses, o el catalán, para dirigirse a los catalanes y valencianos.
El capítulo 4 (pp. 217-282) aborda el proceso de castellanización. En el último tercio del siglo XV y primeros años del XVI el aragonés fue reemplazado por el castellano en casi todas las expresiones escritas. Y también el catalán, aunque en este caso se encuentran algunos notarios que trabajan a caballo entre Aragón y Cataluña que todavía usan el catalán en los ss. XVI y XVII. El autor destaca el hecho de que, en el caso del aragonés, se trata de una sustitución prácticamente total, pero que no se da de forma brusca, sino progresivamente: primero en la Corte, en especial desde la instalación de Alfonso V en Nápoles a partir de 1442, y en la Cancillería real; después en la nobleza y clases dirigentes de Aragón, que imitan la lengua de la Corte; finalmente el pueblo llano y las clases iletradas, que mantendrán durante mucho más tiempo el aragonés, aunque solo oralmente. A este respecto, el autor cita algunos testimonios documentales, muy interesantes, del s. XVII, donde se registran algunos usos populares en aragonés incrustados en textos mayoritariamente en castellano, como: “Que vengaz” (1621); “No veyes que ye Philippo?” (1626). En este contexto, el autor manifiesta el interés que puede tener documentar estos vestigios para estudiar en detalle la cronología de la castellanización, tanto diastrática como diatópicamente. El autor analiza de forma minuciosa las causas de la castellanización y los factores que pudieron influir en este proceso, que son variados y mutuamente se refuerzan: la causa remota es la instauración de una dinastía castellana: los Trastámara (aunque la Cancillería continúa utilizando el aragonés algunos decenios después de 1412, la lengua personal de los monarcas era ya el castellano, y eso influyó a la larga); los factores confluyentes: el creciente prestigio del castellano y la imitación social; la escasa distancia lingüística entre aragonés y castellano; el comienzo de la imprenta a finales del s. XV en Zaragoza, donde se imprime en castellano con vistas a un mercado más amplio (los Fueros de Aragón todavía de 1476 se imprimen en aragonés, pero los de 1496, mayoritariamente en castellano); el surgimiento de la idea de la monarquía hispánica con los Reyes Católicos; el cambio del ideal de corrección lingüística, pues el aragonés pierde prestigio y si desde el s. XIII hasta 1475, aproximadamente, el aragonés había desarrollado un modelo culto, entre 1475 y 1520 esto se desmorona y el espacio del aragonés escrito es ocupado por el castellano. El autor insiste en que el cambio se produce debido a las ideologías lingüísticas y las políticas vinculadas a estas. En unos decenios incluso se olvidó, por parte de las clases dirigentes aragonesas, que el aragonés había sido la lengua del reino a lo largo de la Edad Media, hasta el punto de negar los propios aragoneses que el aragonés fuese otra cosa distinta del castellano (varias citas atestiguan ese punto de vista). Por cierto, semejante ignorancia se prolongó hasta tiempos recientes, y no solo en referencia al aragonés medieval sino también al aragonés moderno conservado hasta hoy en el Alto Aragón (aunque amenazado gravemente de extinción).
En definitiva, se trata de un libro de gran interés, imprescindible para quien quiera conocer la historia y vicisitudes de la lengua aragonesa en la Edad Media. Cabe destacar la extensa bibliografía manejada por el autor, así como la amplísima documentación aportada, no solo procedente de textos ya editados sino también de documentos inéditos que el autor ha consultado en diferentes archivos (especialmente el Archivo de la Corona de Aragón, pero también otros muchos, como el Archivo Histórico Nacional de Madrid, el Archivo Histórico Provincial de Huesca, el Archivo Municipal de Huesca, el Archivo Histórico Provincial de Zaragoza, el Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Zaragoza, la Biblioteca Nacional de España, el Archivo Diocesano de Zaragoza, etc.). Pese a algunos reparos muy leves, como algunas deducciones un tanto arriesgadas, la falta de rigor en alguna cita (al no respetar su literalidad) o la manifiesta antipatía que el autor manifiesta hacia el aragonés literario común moderno –quizá por falta de suficiente conocimiento–, hemos de reconocer que el libro de G. Tomás Faci es una valiosa contribución al conocimiento del aragonés medieval, y muy novedosa, puesto que, frente a análisis exclusivamente lingüísticos, añade la visión del historiador, analizando la relación entre lengua y poder, así como factores sociales, políticos, económicos y culturales que influyeron en el devenir del aragonés medieval, tanto en su apogeo y general implantación en el reino de Aragón como en su posterior decaimiento y sustitución por el castellano en la escritura.
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Notas:
1. Francho Nagore Laín, “El aragonés en textos medievales no literarios: aspectos de morfosintaxis,” en Aragonés y catalán en la historia lingüística de Aragón, eds. J. Giralt y F. Nagore (Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2020), 69-123.